La subida de temperaturas, tener algo de tiempo libre —el matiz de “algo” empieza a ser necesario—, cambio de rutinas, más horas de sol… son varios los motivos que hacen que nuestros hábitos alimentarios cambien con las estaciones. Los inviernos y veranos nos piden mayor cantidad de comida y más calórica, y el verano beber y explotar las cualidades para enfriar de nuestro frigorífico pero ¿es eso todo lo que hay detrás de los antojos de verano?
A pesar de que en verano solemos consumir comida menos calórica, o eso creemos, lo cierto es que comemos más fuera de casa y aumentamos el consumo de azúcares, además de fritos y alcohol. Es decir, no te engañes con la sensación de que al no comerte una fabada asturiana comes más ligero, porque en realidad puedes estar comiendo peor y con más calorías. Los antojos de verano, pueden tener una explicación psicológica. Túmbate en el diván que vamos a por ella:
El cuerpo te pide hidratación… y azúcares
Nuestro organismo también es sabio: con el sudor y las altas temperaturas, va a reclamar ensaladas, más fruta y más verdura. No porque de repente se haya vuelto terriblemente responsable con su dieta (por fin, como lleva años esperando tu madre), sino porque necesita agua y mantenerse hidratado, por lo que consumir este tipo de platos ayuda. Los días son más largos, pasamos más tiempo fuera de casa y eso significa también, generalmente, que consumes más energía.
Los azúcares también suelen ser otro antojo de verano por excelencia y son una elección habitual, junto con el alcohol, incluso para gente que normalmente no consume ni bebidas carbonatadas ni vino o cerveza, por ejemplo. El hecho de que tendamos a juntarnos en reuniones sociales más de lo habitual, también ayuda a incrementar este consumo. Y sí, también bebemos y comemos por aburrimiento, lo que es difícil que te suceda en meses como marzo, coincidiendo con un cierre de IVA, o en febrero donde apenas hay bodas y, desde luego, ni una comunión.
¿Comemos peor en verano?
Se cree que en verano uno suele adelgazar por la pérdida de líquido corporal, pero lo cierto es que suele suceder lo contrario. Comemos más tarde, descuidamos la dieta, el alcohol nos proporciona menos hidratación de la que creemos y llegamos a consumirlo a diario—se bebe en torno al 30 % del cupo anual de cerveza en julio y agosto—, y nos da una pereza mortal encender la placa (deberíamos tener más fe en electrodomésticos como las campanas para refrescar el ambiente dome´stico).
Sabemos que cuesta más moverse en época estival pero aquello de “hacer hambre”, aunque sea a base de paseos, nos puede ayudar a no llevarnos las manos a la cabeza con la báscula a la vuelta de vacaciones. Sin embargo, aunque hacer deporte sea bueno, emplea el sentido común para no ponerte a correr por Córdoba entre las, digamos, once de la mañana y las ocho de la tarde.
La persistencia de la memoria
Los recuerdos de verano también están ligados a la comida y tu cerebro lo sabe. Comidas como un arroz, barbacoas al aire libre, helados, melón y sandía son propios de épocas estivales donde no teníamos colegio y disfrutábamos de mucho, mucho tiempo libre, amigos y familia. Esos pequeños retazos de bienestar, aunque tus vacaciones fueran en un descampado de las 3.000 viviendas más que ir montado en bici de camino a la playa, nos reconfortan y cimientan los antojos de verano.
En esta estación, como en todas, es importante prestar atención a cuándo estamos comiendo por comer, por mera gula, o realmente estamos disfrutando de la comida. Enamorarnos un poco más de los platos que consumimos nos ayuda a disfrutar los momentos y a comer de una manera más consciente, saboreando el gazpacho como si fuera una pequeña obra de arte (que lo es). Aunque el verano puede ser a veces tan duro como que llegue a su fin y volvamos a las rutinas, merece la pena intentar habituarnos a disfrutar del día a día y de la sensación de bienestar, aunque sea breve, que sí tenemos la oportunidad de experimentar a voluntad. Y para eso, la comida es un ingrediente único, en dosis moderadas.